Cuando la caída de Jerusalén era inminente, el profeta anunció con actos simbólicos (32:1-15) y palabras (32:36-44; 33:1-26) la futura restauración. Esta no significaría la mera restauración política de Judá, sino el establecimiento de un nuevo pacto (31:31-14). Jerusalén cayó en 587 a.C. y Jeremías fue tratado bondadosamente por Nabucodonosor, pero rehusó la oferta de ir a Babilonia. Prefirió quedarse con los que permanecieron en Judá bajo el gobernador Gedalías (40:1-6). Después de asesinado Gedalías, el resto huyó a Egipto y Jeremías también fue con ellos (42:1 - 43:7). Allí se pierde su historia. Lo (último que sabemos de él es que animaba a los judíos, a los refugiados, anunciaba la próxima caída de Egipto (43:8-13) y reprendía a su pueblo porque la idolatría se había adueñado de ellos (44:1ss)
La
vida de Jeremías es una de las que conocemos mejor entre las de los
profetas el Antiguo Testamento. Su llamado, a temprana edad (1:6),
conformó en él una profunda vocación, en la que el anuncio del juicio
siempre prevaleció sobre el consuelo: (1:9, 10).
Con
él, la conciencia profética alcanzó un nivel más alto, y se expresó
como un constante estar "en la presencia de Dios". En un
temperamento profundamente emotivo como el suyo, y en las condiciones
trágicas de su pueblo, la comunión con Dios es una lucha. Jeremías es
tierno y sensible por naturaleza, pero su vocación profética obliga a
una constante denuncia de la desobediencia, idolatría y rebeldía de su
pueblo. Declara la destrucción de Judá frente a la fallida reforma
deuteronómica bajo Josías. Su libro está lleno de alusiones su propia
vida en bellísimos pasajes (8:18,21; 9:1; 15:10; 20:14-18) que nos
cuentan también su lucha y agonía en la vida de ministerio profético.